"Un día un árbol me preguntó", y mis lágrimas ya no fueron dolor, sino oro puro para construir lo que viene.
No lo puedo creer. Es como si ya lo supiera. Primero no lo sabía y no se me ocurría de dónde pudiera venir. Hasta que me iluminé. Fue como una epifanía, me dijo un buen amigo.
Cuando empecé a ver, empecé a leer los signos del día y la noche, de los sucesos venideros y de los átomos que se están acomodando para dar un gran paso.
Voy a enviudar, me digo, una y mil veces. Voy a enviudar poco a poco. Voy a enviudar ese día muchas veces, de todos mis queridos.
He aquí la muerte que se acerca a la tierra como un globo que cae. Vicente siempre.
Me pongo lentamente el traje negro y me intento despedir lo mejor que puedo. Algunos me han hecho la promesa de encontrarme en otra vida, unos se ha ido sin decir palabra, un otro se niega a la muerte y se mantiene al acecho; otros dicen estarme esperando y yo me apuro para ir a verlos, para darles la cristiana sepultura, como Dios manda.
Diversas las formas de muerte que cada uno ha escogido (o no). Diversas sobre todo aquellas que sucedieron hace ya mucho, porque ahora al fin me atrevo a visitar sus tumbas. Sin ser Magdalena. Es sin llorar, como dicen en las pichangas.
Voy a enviudar y no quiero. Mi mayor temor es que el corazón que agrandé y que hinché por tantos años para dar gran cabida se apretuje y se bote a flojo.
Será el desafío entonces mantener la vivacidad, la alegría y la pena, el dolor y la ilusión, la capacidad de reponernos ante todo; con traje negro de viuda negra y con traje rojo de reina.
Reina de corazones, me quiero hacer llamar.